Cultura

Historias del viejo faro

por Carlos Pérez de Villarreal

El viento era cada vez más fuerte.

Las olas embravecidas se levantaban con fuerza golpeando el promontorio del viejo faro. La tempestad arreciaba.

Leopoldo, el viejo farero, comenzó a preocuparse.

Se dirigió a la cocina. Un fino hilo de agua se filtraba por la junta entre la pared y el techo del lado sur. Observó por el ventanuco y se extrañó al ver la espuma del mar golpeando como latigazos contra el muro.

Nunca había visto nada igual.

Ayer se había comunicado telegráficamente con el Servicio Naval y le habían informado que se presentaría una tormenta de grandes proporciones, con vientos huracanados del sector sudoeste e intensidades mayores a las de la época.

Duraría dos o tres días, lo suficiente para tener en cuenta que la estructura podía sufrir algún deterioro.

Pero nunca se había imaginado esto.

Subió por la escalera metálica destartalada y antes de llegar al escalón 66, escuchó la voz de Alberto:

— ¡Cuidado Leopoldo, sabés que siempre te tropezás en ese escalón. Ahí a la escalera le faltan dos bulones!

— ¡Sí, lo sé, me lo dijiste tantas veces, que sueño con ello! —Contestó con una sonrisa en los labios.

No terminó de hablar, que su pie derecho tropezó con el peldaño haciéndole golpear la rodilla izquierda con fuerza. Una imprecación soez se desprendió de sus labios.

Malhumorado, escuchó la voz que desde arriba le decía, riéndose:

— ¡Te lo dije! ¡No digas que no te avisé!

Una carcajada le salió de la garganta, llevándose la ira por completo:

— ¡Sí Alberto, es en lo único que te entretenés, en decirme lo que tengo y no tengo que hacer! Pero eso sólo lo podés hacer vos. Menos mal que tengo tu compañía.

La risa fina y alegre se escuchó desde arriba, y las palabras salieron atropelladas:

— ¡Para eso estoy!

De repente, un crujido estruendoso se escuchó en todo el faro reverberando por las paredes. La luz empezó a titilar y el silbido del viento se hizo rugido al pasar a través de las juntas de las ventanas.

Leopoldo corrió escaleras abajo y entró raudamente al cuarto de máquinas.

El agua había invadido ya casi veinte centímetros el recinto.

El motor apagado echaba humo.

Saltó por encima de él cortando la llave de corriente eléctrica y salió disparado hacia la cocina.

No llegó.

Un ruido potente y raro se oyó en el ambiente, mientras un pedazo de escalera metálica de casi cinco metros de altura, se desprendía de la pared cayendo con fuerza sobre él.

¡Oh casualidad, se había roto desde el peldaño número 66!

Transcurrió mucho tiempo hasta que Alberto lo llamó:

— ¡Leopoldo…! ¿Estás bien?

— ¡Sí! —contestó—, ¡Te veo, arriba, sobre la baranda!

— ¡Cómo que me ves! ¿Me podés ver?

— ¡Sí Alberto…! ¡Yo también me convertí en fantasma!

(*): carlospdev2014@gmail.com

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